A Roberto Armijo
En el 7ème arrondissement de París, a la sombra del Hôtel des Invalides, donde dicen que descansa el emperador, hay una plaza. Una cosa de nada. Dos por dos metros. Tan ridículamente pequeña como el paísito 'e mierda que representa. El poeta extranjero acosta en esa isla de tierra arcillosa y se sienta sobre una banca para ver el cotidiano ritual de las palomas vespertinas. El vientre abultado a puro whisky, las ojeras cavadas por la melancolía. Una retahíla de versos tristes enredados en la barba despeinada. Rígido luto por el recuerdo que no termina de morir. En el glacial deslice de las nubes primaverales, escucha. Alucina. Cree descubrir el grito de las gaviotas del Pacífico. La humareda de la cocina de leña de su madre.
martes, 7 de agosto de 2007
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