martes, 7 de agosto de 2007

Los de adentro

Comenzaron levantando un muro. Redoblado, por si acaso. Nadie sabe qué malévolas técnicas de robo perfeccionarían. Le siguieron pequeñas puertas con innumerables cerraduras. Pusieron cerrojos, candados y cadenas. Taparon calles, bloquearon accesos y tapizaron las calles con túmulos. Pusieron retenes y en cada esquina, un policía. Se encargaron de esconder y dejar al margen con monstruosas estructuras -centros comerciales, cines y supermercados, símbolos inequívocos de la bonanza macroeconómica, señalaba el ministro- las casuchas derruidas y miserables, cuyas centenarias raíces se habían enquistado en las quebradas vecinas. Ese mundo “de afuera” que tantos temores generaba, quedaba, así, maquillado. De momento.Pero el miedo siempre podía más y volvía, incisivo a acecharlos. Así que se armaron, y consiguieron guardaespaldas. Protegieron sus casas con modernos sistemas de seguridad y blindaron sus carros contra cualquier arma imaginable. Prohibieron a sus hijos salir de noche y a sus mujeres pasearse solas. “Los de afuera son peligrosos”, les decían.Sin embargo, a pesar de los cuidados, los secuestros se sucedían uno tras otro y los robos a los bancos causaban furor en la una de los periódicos. Entonces duplicaron esfuerzos. De la desconfianza al vecino hicieron el pan diario. Sellaron puertas, instalaron extensas hileras de filosos “razors” y sensibles alarmas y procesaron penalmente a todo aquel sospechoso que viviera despreocupado, libre de esa corriente “aseguradora”. Se aprovisionaron lo suficiente para evitar salir y se terminaron encerrando en sus confortables casas (teléfonos inalámbricos, internet y televisión por cable incluidos, por supuesto), hasta olvidar por completo dónde habían escondido las llaves.En su precipitada carrera por su seguridad personal no se dieron cuenta que al fin se habían escapado. Aquellos que tanto temían estaban fuera. Y ellos habían quedado seguros. Irremediablemente adentro. Para siempre.

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