jueves, 24 de noviembre de 2011

Plucky boys never run

Regresábamos de cenar y la noche de viernes se antojaba para fiesta. Nuestro hotel se encontraba en la parte menos agitada de la MoselStrasse. Retirado, casi aislado. Al sur de los puticlubs, los bares y los sex shops que pueblan y animan a ese distrito de Frankfurt. Por eso no nos resultó del todo extraño al bajar del taxi que, en las cercanías, solo la enseña de un único y solitario bar al otro lado de la calle se nos ofreciera como explorable promesa.

Decidida ante la escasez, Mariana, la chica carioca que nos acompañaba, trazó el camino. Le seguimos, entonces, Nicolás, el único alemán del grupo y yo; y dos pasos por detrás se sumaron Christian, el argentino; Ricardo, un brasileño de Recife; un guatemalteco, de nombre Gustavo; y Alba, una boliviana proveniente de Cochabamba.

De entrada, parecía claro que el ST House of Football no era un bar convencional. Situado en el segundo nivel de un inmueble con la puerta principal cerrada, la única manera de acceder a él, era llamando por medio de un portero electrónico, como si de un apartamento tradicional se tratase.

Nicolás presionó el pulsador. Del otro lado surgió una voz metálica y áspera que preguntó quién era. Después de dar su nombre, hubo un sonido corto y seco, y la puerta de cristal se abrió. Subimos por unas escaleras bastante lisas que me parecieron forradas por un parqué recientemente instalado.

Tras una puerta de doble hoja, dos tipos con cara de pocos amigos daban –si eso se podía llamar así– la bienvenida. Adentro, en medio de una música desgarbada y atronadora, el bar hervía. Daba la impresión, en efecto, de haber sido un piso convencional acomodado a una nueva función comercial.

A la izquierda, vista de la entrada, había una barra, desde donde dos barmen apuraban sus manos para suplir la demanda. Delante de ella, en un estrecho espacio que dibujaba una especie de rectángulo, los clientes (hombres en su abrumadora mayoría) se apretujaban de pie, cerveza en mano.

Las paredes de la estancia estaban cubiertas por un papel tapiz rojo y de ellas colgaban dos pequeñas vitrinas donde se exhibían recortes de periódicos, revistas, fotos, pósters y libros, relacionados todos con el fútbol.

A la derecha, de esa sala, se abría otra, igualmente pequeña, bañada a media luz por unas lámparas color neón y por el resplandor de unas pantallas de televisión que pasaban un partido de fútbol. Entre las penumbras se adivinaba otro grupo de hombres, un poco menos nutrido que el anterior; y, adornando esos muros oscuros, camisas, bufandas y banderines de diferentes épocas del Eintracht Frankfurt, un equipo hoy venido a menos pero que en un tiempo lejano, en la temporada 59-60, había logrado la destacable hazaña de embolsarse un subcampeonato de la Copa de Campeones de Europa. Su rival, nada más y nada menos que el Real Madrid de Di Stéfano, lo había masacrado 7 a 3. Vaya credenciales.

Siendo que era el único que hablaba alemán, Nicolás se acercó a la barra y ordenó las cervezas. El resto buscamos, como pudimos, un espacio en la primera de las salas.

Che -me dijo al oído, Christian, mientras nos acomodábamos-, en la Argentina diríamos que aquí huele a huevo. ¿Por qué?, pregunté. ¡Y, no hay minas!, exclamó. No pude evitar reír ante la ocurrencia.

Las cervezas no tardaron. Cuando todos tuvimos una, brindamos por algo: por el encuentro, por el futuro, por volvernos a encontrar, por cualquiera de esas cosas por las que uno brinda con personas que recién ha conocido pero que parece haber compartido una buena parte de la vida.

En el movimiento del brindis, Ricardo había tocado involuntariamente con su brazo a un tipo grande, blanco y bastante pasado de libras que se encontraba a sus espaldas. El hombre, que parecía un oso, se había vuelto y había refunfuñado un par de palabras. Me pareció entonces, ahogado por la música, que Nicolás se disculpaba mientras el inmenso oso clavaba su mirada en mí. Lo evité dando un sorbo a mi cerveza y hundiendo mis ojos en la vitrina que tenía justo enfrente mío.

Los objetos que se exhibían no habrían pasado de ser un montón de parafernalia futbolística más, en un bar temático dedicado al deporte, de no haber sido porque de pronto los títulos de algunos de los libros y algunas insignias y leyendas me escupieron con toda claridad adonde habíamos ido a parar.

Una de las obras llevaba el nombre de "Football on trial: spectator violence and development in the football world". Otro de los lomos desplegaba: Football violence and social identity". Un recorte de periódico rescataba un artículo de opinión escrito en alemán, titulado simplemente como "Terror". Finalmente, una calcomanía rezaba: "People don't like us. We don't care"; y en letras góticas: Hooligan.

¿Ya viste?, le exclamé a Ricardo. Ay, merda, fue lo que recibí por respuesta en su acento pernambucano una vez que entendió de qué iba el asunto. Hasta el otro lado, donde se habían movido Mariana, Gustavo, Alba y Christian y donde ahora charlaban desenfadadamente entre ellos, resultaba difícil explicar pero creo que algo de la situación habían captado también.

Y tú con esa bufanda, me dijo el brasileño, refiriéndose al keffyeh anudado en mi cuello.

Y tu color de piel, ¿qué?, le repliqué.

Tú, sí me preocuparías, agregó, refiriéndose a mí, Nicolas.

Claro, yo y mi cara de árabe, ¿no? Bueno, ¿acaso habría alguien del grupo que se salvaría?

Christian, a lo mejor, dijo el brasileño.

Sí, bien, a lo mejor. Es bastante blanco, sentencié. Y Nicolás, por ser alemán, propuse.

Quién sabe, replicó él, y se sonrío. De todos modos, no te preocupes. Más que una cuestión racial, a ellos lo que les importa es si apoyas a su equipo o no.

¿Y qué debo decir, entonces? ¡Frankfurt über alles!

Exacto, me dijo.

Su explicación no me había tranquilizado en lo absoluto. Analizaba con desconfianza a mi alrededor. En la esquina de la barra, sobre un pequeño refrigerador se exhibía un Stahlhelm, el famoso casco nazi.

¿Ves el casco?, me preguntó Nicolás. Si tuviera las insignias nacional socialistas sería prohibido por la ley. Todas las insignias nazi, incluso el saludo, están prohibidos en Alemania.

Gracias, Nicolás. No te imaginás. El que no tenga los emblemas me tranquiliza de sobremanera, ironicé.

Tras de nosotros pasó un tipo bajo pero fornido. Llevaba jeans y una chaqueta de lona. El pelo muy corto, casi al rape. Una cicatriz cruzaba en diagonal su ceja izquierda, atravesaba a la altura de su ojo que por un milagro aún seguía en su puesto y resurgía de nuevo sobre su pómulo. Lo acompañaban dos tipos más de aires amenazantes, con antebrazos tatuados y sus cabelleras igualmente rapadas.

Genial. Justo hoy que no tengo ganas de pelear con nadie, dije entre dientes, mientras disimulaba sorbiendo de nuevo la espuma de mi cerveza. Ricardo había tratado de escuchar lo que decía. En el intento había hecho un nuevo contacto con el oso quien había vuelto a rechistar; esta vez más airadamente. Nicolas trató de calmarlo. Entonces, recordando su primera mirada toda llena de odio, sentí toda la ira subirme de golpe al rostro. Y sin quitarle, esta vez, la vista de encima, interrumpí.

¿Qué dice este pendejo, Nicolás?

Nada, tranquilo, me respondió, al tiempo que trataba de echarme un poco para atrás. Solo dijo que nos estuviéramos quietos; que este no era un bar de estudiantes.

¿Y qué se cree este pedazo de hijo de puta?, cuestioné colérico sin pensar.

No hubo lugar para respuestas. Aunque a todas luces el oso no hablaba español, sí entendía -caprichos de los lenguajes universales- que lo confrontaba. En un chasquido, su mano derecha había atenazado mi garganta y me había lanzado con violencia en dirección de la barra. Con tan mala suerte que había parado justo encima del enano que esa noche había sacado a pasear su cicatriz de exconvicto. En el impacto, la botella de su cerveza se había escapado de entre sus dedos, había manchado su chaqueta ,y se había finalmente estrellado contra el suelo.

Furioso, se había dado vuelta, me había visto, y sin mediar palabra, se había abalanzado sobre mí. Sentí todos los nudillos de su mano estamparse sobre mi pómulo y mi quijada. En medio del ataque, estrellé, como pude, mi vaso, que por suerte aún no había soltado, en su rostro. Antes de desplomarme de espaldas, vi que un chorro de sangre brotaba a la altura de su ceja cortada. Ya en el suelo y antes de acusar uno de sus sañosos puntapiés, advertí que Ricardo y Nicolás se habían lanzado contra el gigante. Pero no había maneras. Incluso el brasileño, un tipo que pasaba del 1.80, había volado de un puñetazo de esa inmensa fiera. Por un momento creí que la música sonaba más fuerte, martillando, triturando mis tímpanos.

Tumbado, en medio de un respiro, mi lengua hizo contacto con mis labios reventados. Como a un perro de caza, el sabor de la sangre me reavivó. Escupí. Aprovechando que el enano se había distraído buscando la manera de contener, con sus manos, la hemorragia, tomé un banco por las patas y reincorporándome lo descargué con toda la fuerza de la que fui capaz sobre su cráneo. El tipo se desplomó inconsciente.

Al verlo desmoronarse, uno de los cabeza rapada que lo acompañaba me volvió a tender de un golpe certero en la boca del estómago. Pasé unos segundos así. Tres, quizás. O cuatro. Y cuando recién comenzaba a recuperar el aliento, toda la imponente figura del oso volvió a surgir ante mis ojos, en contrapicado, Ahora, así, tendido boca arriba, su rostro bermejo me escupía, desde arriba, una insufrible verborrea en alemán que, por supuesto, no entendía. Bañado en medio de sus improperios, su enorme silueta me tomó de nuevo del cuello con la tenaza que era su mano y me puso en pie. Todos los huesos de mi espalda tronaron. El gigante giró entonces mi cuerpo en 180 grados y me estrelló de frente contra la vitrina donde estaban los libros, las revistas y los recortes. En el choque se desató una preciosa y tintineante explosión de cristales. Sentí un adormecimiento recorrer mi frente. Como un hormigueo frío que precedía a una ligera caída en un enorme agujero blanco. Profundo, muy profundo.

Del letargo, me despertaron unas amigables palmadas en el hombro. Por sobre la música, vi a Nicolás que señalaba mi vaso vacío. Distinguí su voz que me preguntaba si quería otra cerveza o prefería que nos fuéramos a otro bar. Exploré con la yema de mis dedos, mi boca. En medio de la multitud, la imperdible figura del oso se desentumecía y se perdía en dirección de la otra sala. En el espejo del fondo de la vitrina, el enano con su cicatriz se acercaba a la barra y ordenaba otra cerveza.

No, mejor vámonos –respondí– antes de que nos maten. O tenga que matar a alguien, fanfarronée. El alemán y el brasileño sonrieron. En las bocinas, los acordes crudos de guitarra seguidos de una voz machacona comenzaron a rugir.

Uy, sí, Mejor vámonos. ¿Sabes qué es lo que suena?, me preguntó Nicolás.

Ni idea

Es Oi. La banda se llama Böhsen Onkelz, los Tíos Malos. Y la canción es Türken raus, turcos fuera.

Qué belleza, dije, y salimos todos.

Afuera, el frío de noviembre abofeteaba los rostros. Varios grupos de jóvenes se perdían en la noche en busca de alcohol. Gustavo, Alba, Christian, Mariana y Ricardo comentaban nuestro desafortunado comienzo de la noche en el bar hooligan seminazi.

En esos lugares, cualquier cosa puede encender los ánimos. No sé qué habríamos hecho si se ponían violentos. Ni siquiera sé pelear, me dijo Nicolás con quien nos habíamos quedado rezagados.

Yo tampoco, le dije.

De hecho, nunca lo he hecho.

¿El qué?

Pelear, pues, claro.

Ah. Yo tampoco. Yo tampoco.