martes, 26 de agosto de 2014
Elegía por el país de hoy
jueves, 26 de enero de 2012
El breve abrazo del color
Para ella, que sueña en blanco y negro
En sus primeros años, al constatar que la gente a su alrededor, contrario a lo que ella pensaba, se paseaba durante las noches entre fantásticos sueños policromáticos, se había preguntado muchas veces del por qué de su excepción.
Más tarde, cuando el bicho de la conciencia la había picado, había investigado aquí y allá sin realmente encontrar una sola explicación que le satisficiera y le pareciera plausible.
En la búsqueda de una dosis de normalidad que la acercara, al menos un poco, al resto de las personas, se había librado, durante un tiempo, a las más diversas técnicas que le ayudaran, según ella, a desarrollar sueños variopintos.
Convencida de que si, en las horas previas al descanso, sometía su vista a una sostenida explosión de colores, lograría su cometido, había incursionado primero en el mundo de la pintura.
Se había decantado, como era de esperar en su caso, por un estilo fauvista. Y aunque el imitar, con sus pinceles, los trazos de Matisse y Dérain había hecho, por un tiempo, sus delicias nocturnas, los resultados no habían sido, ni de lejos, los esperados.
A ese primer ejercicio frustrado le habían seguido, luego, largas estadías frente al televisor, donde había optado por insufribles programas infantiles; de esos que, en un afán por mantener la atención de los niños, contienen todos los colores chillantes posibles. Pero al final del día, dichas sesiones se habían revelado igualmente un fracaso.
En un último y desesperado intento, se había entregado a dilatadas caminatas por los barrios más pintorescos y vibrantes de la ciudad donde sus ojos devoraban los majestuosos ámbares de los frontispicios, las estridentes iluminaciones neón de las publicidades y los clubes de moda, y la solemne melancolía de las lucecitas que se reflejaban sobre la oleaginosa nocturnidad del río.
De nada habían valido tampoco esos vagabundeos. De vuelta en su apartamento, una vez dejada atrás la vigilia, sus sueños seguían estando inexplicablemente bañados por esa triste sucesión de sales de plata.
Con el tiempo, había desistido y había asumido con más naturalidad esa característica que parecía diferenciarla del resto de la humanidad. Y así, había aprendido a maravillarse en sus sueños de la inmensa paleta de grises que se extendía entre el blanco más níveo y el azabache más profundo. Una escala tan amplia que el resto de humanos sería incapaz de diferenciar y que ella se daba meticulosamente a la tarea, luego, de identificar y clasificar a la luz del esquivo concepto de la realidad.
En algún momento, sin embargo, su actividad exploratoria había arrojado resultados tan pasmosamente abultados que, en la marcha, se había visto en la obligación de cambiar su inicial método de clasificación por aproximación (gris ratón, gris humo, platino, cromo, etc) por uno numérico (gris 1, gris 2, gris 3 y así hasta el 162).
Su escala habría seguido engrosándose, sin duda, de no haber sido porque una noche de enero de 2003 lo que tanto había buscado de forma conciente en los años de su temprana juventud, se había presentado al final de forma espontánea.
Había regresado junto a Luc a su apartamento al filo de las cuatro de la mañana, después de una larga noche de fiestas y cervezas. Luc era un músico que había conocido hacía muy poco por medio de un amigo en común. Tenía un trabajo relativamente estable junto a su banda en un bar de la rue Saint Jacques. La noche que lo había visto por primera vez, el grupo ejecutaba piezas clásicas del jazz entre las que sobresalían los nombres de Duke Ellington, Wes Montgomery y Charlie Parker. Su intervención con el contrabajo en el Devil’s Blues, de Charles Mingus, su presencia sobre el escenario y la destreza de sus manos la habían cautivado inevitablemente.
Para cuando el concierto había terminado, Luc se había acercado a la mesa donde se encontraba ella y sus amigos y luego de las formalidades y un intercambio de generalidades, ambos se habían enfrascado en una trepidante conversación musical.
En las cuatro semanas que siguieron a ese primer cruce, ella había asistido de forma religiosa a todos sus conciertos. Y cuando sus encuentros no sucedían en el bar, se escapaban juntos a las librerías o iban a los cines que estaban en las vecindades de la universidad. Una tarde, mientras leían en silencio el uno junto al otro en un café frente al Luxembourg, ella le había propuesto que se mudara a su apartamento. Y él había aceptado.
Para esa noche de enero de 2003, llevaban un mes viviendo juntos. Al regreso de la fiesta, ella había cepillado sus dientes al vuelo y, una vez desnuda, se había deslizado a su lado, debajo de las sábanas tibias. Luc había extendido su brazo y había acunado su cabeza en su pecho. Antes de dormirse, ella había girado su rostro, había adivinado, en la oscuridad, la intensidad de los ojos negros de su pareja y había cedido ante el implacable peso del cansancio.
Entonces de entre unas lechosas brumas había venido a su mente la representación de su apartamento. Desde su ubicación, tirada aún en la cama, advertía que una luz gris, oblicua, se colaba por la ventana. Luc salía del baño y se había vestido ya.
Tiempo después cuando recordaría esa escena, ella sabría que justo en ese momento cuando él se había acercado al tenue espacio luminoso que se dibujaba sobre el parqué, algo sin duda había cambiado.
Luc se acomodó con cierto aire de pereza su boina que no era ni blanca, ni negra, ni ninguno de los 162 tonos de gris que había identificado hasta ese día, sino perfectamente marrón; pasó por encima de su pulóver negro su blazer de lana igualmente marrón con cuadros príncipe de Gales y dispuso el contrabajo, que había dejado la noche anterior en una esquina de la habitación, en el fondo de un estuche que había dispuesto sobre el piso. Al contacto con la luz, la madera pulida del instrumento soltó un destello caoba que ella encontró precioso.
Luc cerró con suavidad la caja y se puso de pie. Llevaba los jeans gastados con los que lo había visto en su último concierto. Junto al estuche, que alzó con la mano izquierda, el músico tomó con la derecha una compacta maleta color verde y entonces enfiló hacia el pasillo de salida.
Ella, sin fuerzas para interrumpirlo, lo vio alejarse hasta donde ya no llegaba la luz, escuchó girar la perilla y, tras el chasquido delicado de la cerradura, adivinó sus pasos que se ahogaban en la quietud de la mañana de ese sábado.
Cuando volvió en sí, el día se había sacudido de encima ya varias horas. Notó, en medio de las sábanas revueltas, que Luc no estaba a su lado. El inmueble estaba en silencio. En medio de ronroneos y estiramientos hizo un esfuerzo y saltó fuera de la cama. Del otro lado de la ventana, la ciudad húmeda se extendía bajo una lluvia fina. Todo le pareció insoportablemente triste.
Los transeúntes con sus paraguas y sus abrigos gris 45. Los edificios lavados donde se mezclaban el 15 y el 82, el 24, el 30 y el 97. Esos techos tan 150. Y las fumarolas de las chimeneas, que se fundían con ese cielo que oscilaba entre un 2 y un 4, horrorosamente 12.
Con el corazón sobrecogido, echó un vistazo alrededor y descubrió que el contrabajo no estaba en la esquina donde lo había visto justo aquella madrugada. Aunque no entendía, tuvo el punzante presentimiento de que Luc se había marchado.
Volvió a la cama. De en medio de su tristeza se alzó de nuevo un cansancio inapelable. No tardó en caer rendida. En las imágenes que se le presentaron, vio una ciudad, su ciudad, extenderse bajo una fina lluvia melancólica. De pie, frente a la ventana, desde donde veía la lluvia caer, descubrió que la precisa paleta de grises que había cultivado a lo largo de los años, se había perdido. Todo allá afuera deambulaba envuelto en una indefinida mezcla de donde solo diferenciaba las generalidades de los tonos claros y los oscuros. Quiso hundirse en una reconfortante tristeza. Afuera la noche caía. Ante sus ojos, el mundo se volvía ahora irremediablemente negro.
jueves, 19 de enero de 2012
Elogio de la duda
No sé quién soy.
jueves, 24 de noviembre de 2011
Plucky boys never run
Regresábamos de cenar y la noche de viernes se antojaba para fiesta. Nuestro hotel se encontraba en la parte menos agitada de la MoselStrasse. Retirado, casi aislado. Al sur de los puticlubs, los bares y los sex shops que pueblan y animan a ese distrito de Frankfurt. Por eso no nos resultó del todo extraño al bajar del taxi que, en las cercanías, solo la enseña de un único y solitario bar al otro lado de la calle se nos ofreciera como explorable promesa.
Decidida ante la escasez, Mariana, la chica carioca que nos acompañaba, trazó el camino. Le seguimos, entonces, Nicolás, el único alemán del grupo y yo; y dos pasos por detrás se sumaron Christian, el argentino; Ricardo, un brasileño de Recife; un guatemalteco, de nombre Gustavo; y Alba, una boliviana proveniente de Cochabamba.
De entrada, parecía claro que el ST House of Football no era un bar convencional. Situado en el segundo nivel de un inmueble con la puerta principal cerrada, la única manera de acceder a él, era llamando por medio de un portero electrónico, como si de un apartamento tradicional se tratase.
Nicolás presionó el pulsador. Del otro lado surgió una voz metálica y áspera que preguntó quién era. Después de dar su nombre, hubo un sonido corto y seco, y la puerta de cristal se abrió. Subimos por unas escaleras bastante lisas que me parecieron forradas por un parqué recientemente instalado.
Tras una puerta de doble hoja, dos tipos con cara de pocos amigos daban –si eso se podía llamar así– la bienvenida. Adentro, en medio de una música desgarbada y atronadora, el bar hervía. Daba la impresión, en efecto, de haber sido un piso convencional acomodado a una nueva función comercial.
A la izquierda, vista de la entrada, había una barra, desde donde dos barmen apuraban sus manos para suplir la demanda. Delante de ella, en un estrecho espacio que dibujaba una especie de rectángulo, los clientes (hombres en su abrumadora mayoría) se apretujaban de pie, cerveza en mano.
Las paredes de la estancia estaban cubiertas por un papel tapiz rojo y de ellas colgaban dos pequeñas vitrinas donde se exhibían recortes de periódicos, revistas, fotos, pósters y libros, relacionados todos con el fútbol.
A la derecha, de esa sala, se abría otra, igualmente pequeña, bañada a media luz por unas lámparas color neón y por el resplandor de unas pantallas de televisión que pasaban un partido de fútbol. Entre las penumbras se adivinaba otro grupo de hombres, un poco menos nutrido que el anterior; y, adornando esos muros oscuros, camisas, bufandas y banderines de diferentes épocas del Eintracht Frankfurt, un equipo hoy venido a menos pero que en un tiempo lejano, en la temporada 59-60, había logrado la destacable hazaña de embolsarse un subcampeonato de la Copa de Campeones de Europa. Su rival, nada más y nada menos que el Real Madrid de Di Stéfano, lo había masacrado 7 a 3. Vaya credenciales.
Siendo que era el único que hablaba alemán, Nicolás se acercó a la barra y ordenó las cervezas. El resto buscamos, como pudimos, un espacio en la primera de las salas.
Che -me dijo al oído, Christian, mientras nos acomodábamos-, en la Argentina diríamos que aquí huele a huevo. ¿Por qué?, pregunté. ¡Y, no hay minas!, exclamó. No pude evitar reír ante la ocurrencia.
Las cervezas no tardaron. Cuando todos tuvimos una, brindamos por algo: por el encuentro, por el futuro, por volvernos a encontrar, por cualquiera de esas cosas por las que uno brinda con personas que recién ha conocido pero que parece haber compartido una buena parte de la vida.
En el movimiento del brindis, Ricardo había tocado involuntariamente con su brazo a un tipo grande, blanco y bastante pasado de libras que se encontraba a sus espaldas. El hombre, que parecía un oso, se había vuelto y había refunfuñado un par de palabras. Me pareció entonces, ahogado por la música, que Nicolás se disculpaba mientras el inmenso oso clavaba su mirada en mí. Lo evité dando un sorbo a mi cerveza y hundiendo mis ojos en la vitrina que tenía justo enfrente mío.
Los objetos que se exhibían no habrían pasado de ser un montón de parafernalia futbolística más, en un bar temático dedicado al deporte, de no haber sido porque de pronto los títulos de algunos de los libros y algunas insignias y leyendas me escupieron con toda claridad adonde habíamos ido a parar.
Una de las obras llevaba el nombre de "Football on trial: spectator violence and development in the football world". Otro de los lomos desplegaba: Football violence and social identity". Un recorte de periódico rescataba un artículo de opinión escrito en alemán, titulado simplemente como "Terror". Finalmente, una calcomanía rezaba: "People don't like us. We don't care"; y en letras góticas: Hooligan.
¿Ya viste?, le exclamé a Ricardo. Ay, merda, fue lo que recibí por respuesta en su acento pernambucano una vez que entendió de qué iba el asunto. Hasta el otro lado, donde se habían movido Mariana, Gustavo, Alba y Christian y donde ahora charlaban desenfadadamente entre ellos, resultaba difícil explicar pero creo que algo de la situación habían captado también.
Y tú con esa bufanda, me dijo el brasileño, refiriéndose al keffyeh anudado en mi cuello.
Y tu color de piel, ¿qué?, le repliqué.
Tú, sí me preocuparías, agregó, refiriéndose a mí, Nicolas.
Claro, yo y mi cara de árabe, ¿no? Bueno, ¿acaso habría alguien del grupo que se salvaría?
Christian, a lo mejor, dijo el brasileño.
Sí, bien, a lo mejor. Es bastante blanco, sentencié. Y Nicolás, por ser alemán, propuse.
Quién sabe, replicó él, y se sonrío. De todos modos, no te preocupes. Más que una cuestión racial, a ellos lo que les importa es si apoyas a su equipo o no.
¿Y qué debo decir, entonces? ¡Frankfurt über alles!
Exacto, me dijo.
Su explicación no me había tranquilizado en lo absoluto. Analizaba con desconfianza a mi alrededor. En la esquina de la barra, sobre un pequeño refrigerador se exhibía un Stahlhelm, el famoso casco nazi.
¿Ves el casco?, me preguntó Nicolás. Si tuviera las insignias nacional socialistas sería prohibido por la ley. Todas las insignias nazi, incluso el saludo, están prohibidos en Alemania.
Gracias, Nicolás. No te imaginás. El que no tenga los emblemas me tranquiliza de sobremanera, ironicé.
Tras de nosotros pasó un tipo bajo pero fornido. Llevaba jeans y una chaqueta de lona. El pelo muy corto, casi al rape. Una cicatriz cruzaba en diagonal su ceja izquierda, atravesaba a la altura de su ojo que por un milagro aún seguía en su puesto y resurgía de nuevo sobre su pómulo. Lo acompañaban dos tipos más de aires amenazantes, con antebrazos tatuados y sus cabelleras igualmente rapadas.
Genial. Justo hoy que no tengo ganas de pelear con nadie, dije entre dientes, mientras disimulaba sorbiendo de nuevo la espuma de mi cerveza. Ricardo había tratado de escuchar lo que decía. En el intento había hecho un nuevo contacto con el oso quien había vuelto a rechistar; esta vez más airadamente. Nicolas trató de calmarlo. Entonces, recordando su primera mirada toda llena de odio, sentí toda la ira subirme de golpe al rostro. Y sin quitarle, esta vez, la vista de encima, interrumpí.
¿Qué dice este pendejo, Nicolás?
Nada, tranquilo, me respondió, al tiempo que trataba de echarme un poco para atrás. Solo dijo que nos estuviéramos quietos; que este no era un bar de estudiantes.
¿Y qué se cree este pedazo de hijo de puta?, cuestioné colérico sin pensar.
No hubo lugar para respuestas. Aunque a todas luces el oso no hablaba español, sí entendía -caprichos de los lenguajes universales- que lo confrontaba. En un chasquido, su mano derecha había atenazado mi garganta y me había lanzado con violencia en dirección de la barra. Con tan mala suerte que había parado justo encima del enano que esa noche había sacado a pasear su cicatriz de exconvicto. En el impacto, la botella de su cerveza se había escapado de entre sus dedos, había manchado su chaqueta ,y se había finalmente estrellado contra el suelo.
Furioso, se había dado vuelta, me había visto, y sin mediar palabra, se había abalanzado sobre mí. Sentí todos los nudillos de su mano estamparse sobre mi pómulo y mi quijada. En medio del ataque, estrellé, como pude, mi vaso, que por suerte aún no había soltado, en su rostro. Antes de desplomarme de espaldas, vi que un chorro de sangre brotaba a la altura de su ceja cortada. Ya en el suelo y antes de acusar uno de sus sañosos puntapiés, advertí que Ricardo y Nicolás se habían lanzado contra el gigante. Pero no había maneras. Incluso el brasileño, un tipo que pasaba del 1.80, había volado de un puñetazo de esa inmensa fiera. Por un momento creí que la música sonaba más fuerte, martillando, triturando mis tímpanos.
Tumbado, en medio de un respiro, mi lengua hizo contacto con mis labios reventados. Como a un perro de caza, el sabor de la sangre me reavivó. Escupí. Aprovechando que el enano se había distraído buscando la manera de contener, con sus manos, la hemorragia, tomé un banco por las patas y reincorporándome lo descargué con toda la fuerza de la que fui capaz sobre su cráneo. El tipo se desplomó inconsciente.
Al verlo desmoronarse, uno de los cabeza rapada que lo acompañaba me volvió a tender de un golpe certero en la boca del estómago. Pasé unos segundos así. Tres, quizás. O cuatro. Y cuando recién comenzaba a recuperar el aliento, toda la imponente figura del oso volvió a surgir ante mis ojos, en contrapicado, Ahora, así, tendido boca arriba, su rostro bermejo me escupía, desde arriba, una insufrible verborrea en alemán que, por supuesto, no entendía. Bañado en medio de sus improperios, su enorme silueta me tomó de nuevo del cuello con la tenaza que era su mano y me puso en pie. Todos los huesos de mi espalda tronaron. El gigante giró entonces mi cuerpo en 180 grados y me estrelló de frente contra la vitrina donde estaban los libros, las revistas y los recortes. En el choque se desató una preciosa y tintineante explosión de cristales. Sentí un adormecimiento recorrer mi frente. Como un hormigueo frío que precedía a una ligera caída en un enorme agujero blanco. Profundo, muy profundo.
Del letargo, me despertaron unas amigables palmadas en el hombro. Por sobre la música, vi a Nicolás que señalaba mi vaso vacío. Distinguí su voz que me preguntaba si quería otra cerveza o prefería que nos fuéramos a otro bar. Exploré con la yema de mis dedos, mi boca. En medio de la multitud, la imperdible figura del oso se desentumecía y se perdía en dirección de la otra sala. En el espejo del fondo de la vitrina, el enano con su cicatriz se acercaba a la barra y ordenaba otra cerveza.
No, mejor vámonos –respondí– antes de que nos maten. O tenga que matar a alguien, fanfarronée. El alemán y el brasileño sonrieron. En las bocinas, los acordes crudos de guitarra seguidos de una voz machacona comenzaron a rugir.
Uy, sí, Mejor vámonos. ¿Sabes qué es lo que suena?, me preguntó Nicolás.
Ni idea
Es Oi. La banda se llama Böhsen Onkelz, los Tíos Malos. Y la canción es Türken raus, turcos fuera.
Qué belleza, dije, y salimos todos.
Afuera, el frío de noviembre abofeteaba los rostros. Varios grupos de jóvenes se perdían en la noche en busca de alcohol. Gustavo, Alba, Christian, Mariana y Ricardo comentaban nuestro desafortunado comienzo de la noche en el bar hooligan seminazi.
En esos lugares, cualquier cosa puede encender los ánimos. No sé qué habríamos hecho si se ponían violentos. Ni siquiera sé pelear, me dijo Nicolás con quien nos habíamos quedado rezagados.
Yo tampoco, le dije.
De hecho, nunca lo he hecho.
¿El qué?
Pelear, pues, claro.
Ah. Yo tampoco. Yo tampoco.
domingo, 25 de septiembre de 2011
La caída
Último deseo de un reincidente
sábado, 7 de mayo de 2011
La última ciudad del mundo
Vivo en una gran ciudad
y no es poco decir
Uno se traba, cada mañana
en la solapa de los trajes
combinados con estridentes corbatas
titulares de notable violencia
y sale a las calles
a saludar a distinguidas personas
con muecas de pobre mono
apenas pasado por agua
oloroso
atribulado y triste
Vivo en una gran ciudad
y no es poco decir
Uno va y pregunta
con entrañable inocencia
¿dónde quedó tu noble corazón de manteca?
y nadie responde
Corre el día
por terribles frontispicios
que adornan sus muertos
todas las horas
con insaciables moscas
puntuales y famélicas
Vivo en una gran ciudad
y no es poco decir
Uno ve crecer frágiles años
entre los que rondan
taimados gatos asesinos
desbaratando con uñas de acero
y groseras lenguas violáceas
minúsculas ilusiones
que como niños elevamos
en brazos de precarios barriletes
fabricados con infinita ternura
en vetustos papeles macilentos
Entonces uno se dice
que debería de irse
Empacar su pequeño huerto
e irse
Hasta que uno se da cuenta
que por inmensa
le han crecido a esta urbe
enormes manos lelas
saltones ojos afectados de ictericia
infames calvicies seborreicas
que han tapiado las salidas
Y ya no quedan
en este delirio de grandeza
nada que nos pueda salvar
Ni la sentida humedad de los teatros
Ni la solemne hermandad de los parques
Mucho menos
La inveterada soledad de las bibliotecas
públicas
Solo quedamos nosotros
Nosotros
cada vez más muertos
Ilustres mendigos
sin tan siquiera el soporte de las aceras
desahuciados
en esta ciudad de bruñidos superlativos
que por ser la más violenta
es, sin lugar a dudas,
también
la más triste del mundo.